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La vida de Pi

Tabla de contenidos

Ficha técnica

  • Título: La vida de Pi
  • Director: Ang Lee
  • Año: 2012
  • Título original: Life of Pi
  • Nacionalidad: Taiwán, Canadá, EEUU
  • Producción: Ang Lee, Gil Netter, David Wormark
  • Duración: 127’
  • Guión: David Magee, (novela: Yann Martel)
  • Fotografía: Claudio Miranda
  • Montaje: Tim Sqyers
  • Música: Michael Danna
  • Productora: Rhythm & Hues
  • Fox 2000 Pictures

 

Ficha artística

  • Suraj Sharma (Pi)
  • Irrfan Kahn (Pi adulto)
  • Tabu (Madre)
  • Adil Hussain (Padre)
  • Ravo (Hermano)
  • Shravanthi Sainath (Novia de Pi)
  • Gerard Depardieu (Chef)
  • Rafe Spall (Yann Martel)

 

Premios: Oscar Mejor Director, Mejor Fotografía, Mejores Efectos Visuales, Mejor Banda Sonora, 2 Premios BAFTA, 1 Globo de Oro y multitud de premios más.

Cuando la crítica nos bombardea constantemente con una película, al final nos suele defraudar tras generar altas expectativas. A veces, obstinado en no caer en el mismo error una y otra vez, opto por dejar de ver ésta o aquella. Pero también puedo equivocarme. Y tal es el caso con La vida de Pi, sobre todo por su fotografía.

Cuando por fin me decidí a verla lo hice más bien por inercia, como un trámite por el que tenía que pasar para poderla valorar. Y al principio me hizo gracia, en sus diversos argumentos entrelazados, mientras Pi es un chiquillo: el origen de su nombre; su obstinada fe de múltiples credos (ecuménica); el negocio familiar… todos tratados con bastante gusto y preparándonos para un universo cuyo centro será Pi por el resto de la película. Eso sí, salpicando nuestras retinas con fotografías maravillosas, quizás preparándonos también para la sorpresa que vendría después.

Pero demos un salto hacia atrás, que supondrá hacerlo hacia delante, pues al principio de la película nos encontraremos con Pi de mayor, lo cual nos descubre que sobrevivirá a la aventura todavía por vivir, y que encima está hablando con un tal Yann Martel, a la sazón, el autor hispano-canadiense de la novela (nació en España: Salamanca), que se acerca para entrevistarlo en busca de buen género para narrar y de paso salir de la encrucijada espiritual en la que se encuentra y recuperar, si puede, su propia fe.

El nombre de Pi es Piscine Molitor, nada menos que en recuerdo de una piscina francesa. Un nombre que hará que por un juego de palabras en inglés le acaben llamando “meón” en la primera etapa escolar. Cierto es que Pi se nos presenta como un niño que a priori identificaremos con la víctima propiciatoria, y así es, pero lejos de amilanarse, Pi irá forjando un carácter, ya desde el colegio, para sobreponerse a todo lo que la vida le tenga preparado. En Secundaria logrará ganarse el afecto de todos sus compañeros cambiándose el nombre por Pi (π) y maravillando a compañeros y profesores demostrando su capacidad para memorizar decenas de dígitos.

La relación con sus padres es la de un chico normal con padres normales y problemas normales. Si damos por buena la crisis permanente de identidad religiosa del propio Pi. Un hindú que de pequeño orbita en torno al cristianismo, hasta convertirse, y saltará al islam para regresar al cristianismo y terminar abrazando los tres credos por igual en su incansable búsqueda de Dios, por amor a él aún sin haberlo encontrado del todo y sin comprender por qué hay tantos caminos diferentes para llegar hasta él. Toda una declaración de intenciones.

Hasta aquí se nos va presentando a Pi, «e-Pi-centro» de la película, intercalando alguna que otra escena en la que Yann Martel y el Pi adulto intercambian pareceres y orientan la narración hacia la verdadera gran aventura… El viaje en un barco japonés para abandonar la India y emigrar al Canadá en busca de una vida mejor, junto a sus padres y los animales del zoo que regentan para ganarse el futuro en su tierra de acogida, sea abriendo otro zoo, sea vendiendo los animales.

Un viaje que nunca llegará a su destino. El barco se irá al fondo del océano en medio de una tormenta, sepultando bajo el mar a la tripulación, los animales del zoo y la familia de Pi.

Ya he comentado antes que Claudio Miranda nos estaba regalando una gran fotografía en esta película, pues bien, hasta el naufragio no había hecho si no enseñarnos las uñas, amagando un zarpazo.

Naufragio.

Toca reordenar los personajes de la película. Hacer descartes eliminando a todos los que se han perdido en el abismo y rescatando a los supervivientes: Pi, el tigre Richard Parker (nombre de su cazador que lo inscribió mal en el zoo), un orangután hembra (cuyo bebé también se ha ido al fondo del mar), una cebra y una hiena. Curiosa tripulación para un bote salvavidas.

Desde el mismo momento en que el barco se vaya a pique empieza una sinfonía de imágenes que nos cautivará sin dejarnos apartar la mirada de la pantalla por miedo a perdernos el más mínimo detalle de un 3D que por fin no resulta zafio ni grosero, que no te asalta en la butaca ni te intenta asustar con efectos gratuitos. Es un 3D que tira de ti hacia el fondo del mar y luchas por sacar la cabeza para tomar aire en tu asiento pero dejándote querer por las corrientes y dejándote absorber un poquito más cada vez para asomarnos al abismo que se abre bajo nuestros pies, los de Pi, flotando a la deriva y sumergiéndose para observar el mejor naufragio jamás filmado en el cine, empequeñeciendo a Titanic por su belleza desgarradora y armonía en la tragedia. Juego de luces y relieves, de sonidos en medio del silencio, ecos de muerte acallados por el peso del agua, y una familia que duerme «profundamente» en paz sin saber que nunca más despertará.

Esto acompañará a Pi por el resto de la película, por lo menos mientras sigue siendo un niño y se reprocha injustamente no haber podido hacer nada para salvar a sus seres queridos, sepultados en el mar.

Ocho meses por delante, a la deriva, sin rumbo ni Norte, sin esperanza…

Lo que vemos a continuación es una elegía a la vida, una oda a la supervivencia, una poesía hecha cine narrando de un modo exquisito y virtuoso las desventuras del muchacho.

Los tripulantes del bote salvavidas irán cayendo. Ni si quiera por inanición, si no por dar rienda suelta a la naturaleza. Crueldad que tiñe las aguas del rojo de la sangre de la cebra, muerta a dentelladas por la hiena que desesperada y muerta de hambre hace lo único que sabe hacer, aquello para lo que su código genético la ha preparado durante centenares de miles de años. Y lo hace sin piedad: y lo vemos.

Si cruel es la escena de la cebra, más todavía lo es la muerte del orangután, gratuita, innecesaria y sangrienta. Sobre todo si entendemos el rol «protector» del animal hacia un Pi que madura a golpes, comprendiendo en primera persona que la vida solo se preserva de una manera, eludiendo a la muerte tantas veces como esta se te acerque. Luchando.

Al final la hiena terminará cayendo también, y nos quedamos con los dos protagonistas verdaderos de esta obra de arte: Richard Parker y el propio Pi. Aquí me permito un inciso. Yann Martel aborda la prosopopeya y la invierte. Abundan las fábulas, por todos conocidas, en las que los animales (incluso objetos) se desenvuelven como humanos (casi todas las de Disney incluyen alguno), e incluso hemos visto a un humano (curiosamente también indio: Mowgli, de El libro de la selva) interactuando con animales (a los que se les atribuyen condiciones humanas), pero Martel establece una relación opuesta. Parte de la prosopopeya, como error inicial de Pi, pero luego evoluciona lentamente hasta hacernos comprender que el propio Pi comprende que para sobrevivir con el tigre es él, la persona, el que tendrá que adoptar comportamientos animales: convertirse en el macho alfa. Y es a partir de aquí cuando aprenderá a dominar (de aquella manera) la situación.

Esto sucede hasta que comprende la esencia de su dilema con el tigre: la comunicación, o más bien, la ausencia de ella. Ahí recupera su rol de humano y concibe la estrategia para hacerse entender por el instinto de la fiera. Las escenas con el tigre, a solas, me volvieron loco de entrada pero, con el tiempo, me recuerdan demasiado al rinoceronte de Y la nave va, de Fellini.

La película nos regala multitud de escenas inolvidables, cada cual de mayor belleza. Un juego de luces y sombras, de alturas y profundidades, de paz en la naturaleza y cuán inmensa es esta. Cómo luchará Pi por mantener vivo al tigre y cómo se siente profundamente defraudado al llegar a México y ser abandonado por este en la orilla tras 227 días de convivencia.

Empecé esta crítica aludiendo a la espiritualidad, columna vertebral de esta obra. Y nada me gusta más en ella que el último diálogo entre Pi adulto y el escritor, cuando el primero cuenta a Martel la historia de la aseguradora japonesa y de cómo le fuerzan a cambiar la historia para darla credibilidad, convirtiendo a la hiena en el cocinero que había despreciado al padre de Pi (y familia) en el comedor. Al orangután (Zumo de Naranja) en la madre de Pi y a la cebra en un marinero cojo. Dejando al tigre para ser él mismo, de modo que desaparecería la prosopopeya inversa que destripaba antes y entreabre una puerta a la duda, a la especulación, sobre si la historia del tigre era verdadera o pura invención.

Y lo remata en una conversación magistral con Martel, en la que el escritor le pide que le diga cuál es la historia verdadera, y Pi se revuelve preguntándole con cuál de las dos preferiría quedarse, eligiendo, Martel, la “fantástica”, lo cual aprovecha Pi para establecer un paralelismo entre la voluntad de Martel con su percepción de la fe, regalándole una respuesta a dos dilemas con un único argumento.

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